Iliada
versos 424 al 617
Versión MGE
¿Por qué, venerable y querida
Tetis de largo peplo, llegas a nuestra casa?
Antes no solías frecuentarnos. Anda, dime lo que deseas,
a cumplirlo me empuja mi corazón,
siempre y cuando esté en mis manos hacerlo.
Tetis le respondió, derramando una lágrima:
Hefestos, dime si entre las diosas del Olimpo
conoces alguna que haya sufrido tantas desgracias
como las que Zeus Cronida me ha asignado.
Entre las hijas del mar
sólo a mí me entregó a un hombre,
a Peleo, hijo de Éaco,
y diosa, tuve que soportar sin quererlo su lecho de mortal.
Peleo ahora yace en su palacio,
abrumado por la triste y lúgubre vejez.
Hoy Zeus me envía otros males:
me hizo parir un hijo y alimentarlo,
mi hijo es el mejor entre los héroes
y creció semejante a un árbol.
Tras criarlo como a una vid en un fértil viñedo
yo misma lo envié a Ilión en las cóncavas naves
a combatir a los troyanos.
No lo recibiré de nuevo, no ha de regresar
a la casa de Peleo.
Aún está vivo y contempla la luz del sol,
pero vive afligido y no puedo, aunque quiera,
llevarle socorro.
Los aqueos le habían dado como recompensa
una joven bella.
El rey Agamemnón la arrancó de sus manos
y por tal razón ofendido
consumía su corazón.
Los troyanos sitiaron a los aqueos
junto a las cóncavas naves. No los dejaban
salir del campamento y los viejos y notables
argivos le suplicaron a Aquiles que volviera
y le entregaron espléndidos regalos.
Es verdad que entonces se negó a librarles de la ruina,
pero hizo que Patroclo vistiera sus armas
y lo envió a la batalla con muchos hombres.
Todo el día pelearon frente a las puertas Esceas
y hubieran tomado la ciudad los aqueos
si no fuera por Apolo:
mató entre la vanguardia de guerreros
a Patroclo, el esforzado hijo de Menetio,
que tanto daño había causado ente los teucros
y entregó la gloria de esa muerte a Héctor.
Por eso ahora abrazo tus rodillas
por si quisieras dar a mi hijo,
cuya vida ha de ser breve,
escudo, casco, hermosas grebas y coraza,
pues las armas que tenía las perdió su fiel amigo
al morir a manos de los troyanos y Aquiles
yace en el suelo, con el corazón afligido.
Contestó el ilustre Cojo de ambos pies:
Confía, no te preocupes por las armas:
así pueda ocultar a tu hijo de la muerte
en el combate de estruendoso sonido
cuando se presente ante él la terrible Moira,
como que puedo hacer que tenga a su lado
armas hermosas, ingeniosas, bellas
que admirarán sin excepción quienes las vean.
Así habló y dejó a la diosa,
se dirigió a los fuelles, los volvió a la llama
y les ordenó que trabajasen.
Los fuelles soplaban en veinte crisoles
despidiendo alientos que avivaban el fuego
unas veces fuerte para trabajar de prisa
y otras al contrario
y todo era como Hefestos y la obra lo deseaban
Duro, ingastable bronce puso al fuego Hefestos,
puso también estaño y el oro que da valor
y puso plata y en su madero un gran yunque,
con una mano tomó el martillo,
con la otra las tenazas.
Primero que todo, hizo el grande y macizo escudo,
lo llenó de ingenio y puso en torno un cerco deslumbrante,
tres resplandecientes cenefas y una abrazadera de plata.
El escudo tendría cinco capas y en él labraría
muchas figuras con sabiduría de artífice.
En él forjó la tierra, en él, el cielo y el mar
y el infatigable sol y la luna plena
y todas las estrellas con que el cielo está coronado,
las Pléyades y las Híadas y la fuerza de Orión,
también la Osa, que tiene por sobrenombre el Carro,
y que gira siempre en el mismo sitio sin dejar de mirar a Orión,
única Osa que no se baña en el Océano.
En el escudo representó dos ciudades de hombres dotados de palabra.
Las ciudades eran bellas y en una se celebraban bodas:
Las novias salían de sus habitaciones y
a la luz de ardientes antorchas,
eran acompañadas por las calles de la ciudad,
entre gozosos cánticos nupciales.
Danzaban los jóvenes en círculo y sonaban
las flautas y las cítaras. Las mujeres
se asomaban a sus puertas y todo admiraban.
En el ágora de la ciudad había gran multitud:
se alzaba una contienda.
Dos hombres discutían a causa de una multa
que habría que imponer por un homicidio.
Uno de los hombres decía que había dado todo,
el otro afirmaba no haber recibido nada.
Ambos deseaban un fallo justo y presentaban testigos.
La multitud, dividida en dos bandos, aclamaba
ya al uno, ya al otro hombre, los heraldos
trataban de apaciguar a la gente y los viejos,
sentados sobre pulidas piedras en el círculo sagrado del consejo,
sostenían en las manos los cetros
que ostentan los heraldos de voz clara.
Se levantaban por turnos los ancianos y daban, uno a uno, su sentencia.
En el centro del sagrado círculo yacían dos talentos de oro
que serían entregados a quien mejor demostrara
la justicia de su causa.
La otra ciudad estaba rodeada por dos ejércitos;
sus armas relampagueaban y tenían opuestas voluntades:
arrasar la hermosa ciudad era una;
otra, dividir en dos partes las riquezas
de la ciudad hermosa.
Pero los habitantes aún no se habían rendido y se ocupaban
en preparar, a escondidas, una emboscada.
Las mujeres, los ancianos y los niños defendían la muralla;
los sitiados marchaban y al frente de su marcha
iban, áureos como soles, Ares y Palas,
armados, bellos y grandes como sólo los dioses pueden serlo,
pues los hombres tienen una estatura menor.
El lugar que escogieron para hacer la emboscada
estaba a orillas de un río donde abrevaba el ganado.
Pacientes, se sentaron cubiertos de bronce
y pusieron dos centinelas atentos a la llegada
de ovejas y bueyes de retorcidos cuernos.
Pronto llegaron los rebaños, custodiados
por dos pastores que se deleitaban
con el dulce sonar de sus zampoñas
sin presentir la asechanza.
Los emboscados los vieron llegar y rápidos,
corrieron a su encuentro, se apoderaron
de las manadas de bueyes, de los blancos
rebaños de ovejas y mataron, además, a los pastores.
Los sitiadores de la ciudad, que estaban
reunidos en la asamblea,
escucharon el tumulto y ágiles, montaron
en los caballos de aéreos pies y pronto llegaron.
A orillas del río se levantó una batalla,
unos a otros se golpeaban con las broncíneas lanzas.
Discordia y Tumulto imperaban y la funesta Parca,
cogía a un guerrero, aunque herido, vivo aún,
dejaba ileso a otro y arrastraba por los pies a un tercero.
Y la Parca tenía sobre los hombros un ropaje
teñido y chorreante de sangre de hombres.
En el escudo así se movían las figuras como hombres vivos
y así combatían y a los muertos arrastraban,
sobre cadáveres y heridos combatiendo.
Representó también un blando campo de labor
fértil y vasto campo que por tercera vez se labraba.
En ella muchos labriegos daban vuelta a la yunta
y al llegar al confín de la tierra blanda
un hombre les salía al encuentro y les daba
una copa de dulce vino y así reconfortados a los surcos tornaban
para abrir nuevos surcos y llegar al extremo del campo de labranza.
La tierra que dejaban a su espalda los labradores
se ennegrecía, y a pesar de ser toda de oro,
tierra de labranza parecía en el escudo representada;
sobre todas las cosas era ésta, sin duda, un prodigio.
También grabó el campo de hondas mieses
perteneciente a un rey;
jóvenes segaban las espigas con hoces afiladas:
caían éstas cortadas a lo largo del surco
y tres hacinadores formaban doradas gavillas
que eran llevadas en brazos por unos niños.
De pie en un surco, el rey estaba en silencio,
con el corazón alegre, en la mano su cetro.
Debajo de un roble, los heraldos aprestaban el banquete;
habían inmolado un gran buey y las mujeres
esparcían la blanca harina, sustento de hombres.
Talló también un viñedo de oro, cargado de uvas,
de él bellos racimos colgaban de varas de plata.
Rodeaba la viña un foso sombrío y luego trazó un seto
de estaño; a ella conducía un solo camino
por donde pasaban los acarreadores de la vendimia.
Doncellas y jóvenes pensando tiernos asuntos
llevaban en trenzados cestos el fruto de miel.
En medio de ellos un niño
tañía grato son en la lira armoniosa
y con tenue voz entonaba el canto de Lino;
todos acompañaban su canto, golpeando con los pies el suelo
y profiriendo voces de júbilo.
Y grabó un rebaño de vacas de cuernos erguidos:
las vacas eran de oro y estaño y salían del establo mugiendo
para pastar en un sonoro río junto a la rugiente cañada.
Cuatro pastores de oro conducían a las vacas
y eran seguidos por nueve perros de ligeros pies.
Dos terribles leones, entre las primeras vacas,
habían sujetado a un toro que mugía fuertemente.
Mancebos y perros los perseguían, pero los leones
habían logrado desgarrar la piel del toro
y ya tragaban los intestinos y la negra sangre.
Aunque era inútil, los pastores azuzaban a los ágiles canes,
ellos se apartaban de los leones sin dejar de ladrar,
sin morder ladraban, rehuyendo el encuentro con las fieras.
Encima, el ilustre Cojo de ambos pies hizo un bello prado
en un hondo valle donde pacían blancas ovejas
y establos y cabañas techadas y apriscos.
El Cojo magnífico labró luego un piso
con el dibujo de un laberinto,
como el que Dédalo había diseñado
como lugar de danza
en el gran palacio de Knossos
para obsequiar a la princesa Ariadna, de bellos rizos.
Ahí bailaban mancebos y doncellas de divina belleza
tomados de las manos. Ellas llevaban sutiles velos
y ellos, túnicas bien tejidas y lustrosas, frotadas de aceite.
Ellas portaban coronas de flores, ellos espadas
de oro suspendidas de tahalíes de plata.
A veces, moviendo los adiestrados pies,
daban vueltas en redondo con la facilidad con que el alfarero
aplica al torno su mano y lo prueba para ver si funciona;
a veces se colocaban en hileras y bailaban por separado;
de este modo bailando descifraban los dibujos
del laberinto que era un baile
y que había diseñado Dédalo.
Gran multitud se congregaba en la sala magnífica,
en la danza se deleitaba y ahí cantaba el aedo divino
acompañándose con la lira.
Dos ágiles saltadores,
al comenzar el canto, en medio del grupo
efectuaban acrobacias sublimes.
Y, en la orla del sólido escudo,
El Cojo divino, a pedido de Tetis, la diosa,
representó la poderosa corriente del Río Océano.
Después que hubo fabricado, grande y fuerte,
el escudo,
hizo una coraza más reluciente que el fuego,
fabricó un yelmo sólido, hermoso y labrado,
que se adaptara a las sienes de Aquiles;
encima le puso un penacho de oro
y fabricó grebas de flexible estaño.
Cuando todas las armas hubo forjado
el ilustre Cojo de ambos pies,
las levantó delante de la madre de Aquiles
y Tetis, como un halcón,
se lanzó desde el Olimpo nevado
llevando las armas refulgentes
fabricadas por Hefestos.