No hay necesidad de explicar lo que todo el mundo sabe.
Un leve asombro recorre a los varones al contemplar mi sangre fría, mi valor, mi convencimiento de que así tiene que ser, que la última voluntad de un héroe tan grande como Aquiles debe cumplirse...
Neoptólemo se adelanta. Lleva puesta la armadura del padre, su casco tremolante, sus hermosas grebas. El escudo circular reposa en su tienda porque no tiene que proteger al joven guerrero de una doncella inerme y además, deseosa de morir de amor anhelante.
Va a hundir en mi garganta la espada de Aquiles.
Los héroes me toman en brazos, me extienden en vilo sobre la tumba de Aquiles, mi cabellera se desparrama sobre los brazos de Diomedes, quien se estremece a su contacto. Ulises se ensombrece, se intensifica el azul del cielo y el ojo divino que nos contiene a todos ni siquiera parpadea cuando el hijo de Aquiles, con la espada sobre mi garganta, escucha a un dios o a una diosa, quizá la dueña y señora de lo profundo, que ama a los héroes, decir a través mío:
-Que te encuentres con el mismo destino.
(El escudo de Aquiles. MGE)