Los mitos son necesarios para infundir nueva vida al tiempo que se resquebraja.
Y los mitos están ahí, velados por la transparencia del aire, envueltos en su máscara de agua, cobijados por la tierra amorosa.
Para descubrirlos, se requiere ser un poco niño y un poco anciano. Es fundamental ser ignorante e intuitivo y sabio y racional; poseer una mirada que vea y que se constituya al mismo tiempo en bello objeto mirado, en glóbulos oculares que son el mundo y que imitan sus mares y sus cordilleras.
Armando Morales, el nicaragüense, es un hombre muy alto. Su piel encierra claroscuros. La mirada se le hunde en busca de sus recónditas mismidades. Nacido en Latinoamérica profunda, su cosmópolis sólo puede compararse a la de Rubén Darío, el otro nicaragüense que se apoderó de París, de Nueva York, de Buenos Aires, del mundo.
Armando Morales, el pintor, ha hecho del lenguaje de los colores y de la textura la manera única de descifrar, de descubrir y de describir el Universo.
Soleadas recién nacidas, sus obras guardan el sabor de los milenios.
Morales, a fuerza de ser moderno es fundamentalmente antiguo. Vive asaeteado por las actuales excentricidades del arte, por el tráfico de los marchands, por las exigencias de las galerías y los catálogos. Una parte de él vive y respira como Armando Morales, el pintor nicaragüense de envidiable éxito. La otra parte, la honda, mira de frente el rostro verdadero de la realidad, la tiene develada, desvelada en su insomnio privilegiado.
Hombre de variadas lecturas, va más allá de las palabras para sumergirse valeroso en la tmósfera irrespirable de los mitos. Ahí están la Belleza, la Verdad, la Vida, el Alma, la Muerte, inútiles, indescifradas, vírgenes.
Ahí están y Armando Morales las pronuncia, las acaricia y lacera con sus mans luminosas, con sus navajas sombrías, con la pintura que se acumula para darle al lienzo espesor de aerolito, para que cada tela sea página del libro sibilino que Armando Morales se sabe, donde acontecen el amor y el deseo, la muerte y el hastío, en esas realidades frutales y rotundas amasadas en carne de arquetipo.
Sumergida en el amor, de amor sufriente, la pintura de Armando Morales se sitúa en el nacimiento del mundo, de los mundos. Se sitúa en el umbral de lo consciente y retrocede con los zapatos manchados de barro y los dedos impregnados de colores para contaminar de realidad los sueños. El maridaje se revela fecundo y nacen las telas que se encajan en la conciencia y que una vez vistas, no abandonan nunca el espacio nutricio de nuestros sueños.
Después de ver una obra, una sola, de Armando Morales, ya no se es el mismo. la mirada, filibustera, te ha robado y te ha llevado a mirarte en el absoluto. Ya estás imbuido de tu absoluto rostro, de tu absoluto nombre. Conoces por primera vez lo absoluto del espacio, del presente, del isntante que derrochabas con inconsciente despilfarro.
Ya no eres el mismo.
Armando Morales te ha llevado a ese continente innombrado donde lo real y lo fantástico urden, en la vigilia, el mismo ineludible sueño.