El espectador propone su mirada desnuda.
Lleva consigo su ritmo vital, su carga de sueños, de pesadillas, de esperanza.
Lleva consigo su cultura, como escudo y como arma inerme, algunas referencias y el deseo de encontrar, en los rostros de Giorgio de Chirico, su propio rostro.
El primer acercamiento a la obra labra la perfección como si ésta fuera una superficie de plata. Las esculturas nos reflejan y nosotros reflejamos a las esculturas. Somos el trovador y su música silenciosa. Somos geometría y nos asombramos de reconocerlo apenas. Somos número, fuste de columna, arqueología. Tenemos en el cuerpo los planos de las ruinas perdidas. Somos templo de dioses y no nos habíamos dado cuenta.
Las formas escultóricas hieren el espacio con la rotundidad que querían los futuristas. Los seres sin rostro, centauros de arquitectura y cuerpo de hombre, apelan al surrealismo de Breton y escapan de él, soberbios. Las cabezas desprovistas de rasgos y las superficies reflejantes propician el vértigo de Dadá y las tesis conceptuales.
Giorgio De Chirico dio a la luz las obras de su pintura metafísica en un parto prematuro y genial. Plasmó lo que los surrealsitas balbuceaban. Dio color y palabra pictórica a la materia evanescente del sueño. Materializó sus pesadillas y con su hilo nocturno unió realidades contradictorias.
Esas estaciones de tren extraídas del rincón conde la mente se advierte a sí misma; esas arquitecturas clásicas y esas musas sin nombre fueron la luz oscura de su primer arte.
Después, lo invadió la nostalgia. Ulises loco, furibundo navegante que quiere recuperar su tierra. Abandonó el brillo de las vanguardias por su locura personal. Viajero de la luna, imaginó la Academia celeste de los grandes maestros de la pintura. Escuchó hablar al Tiziano, a Leonardo, a Miguel Angel. Se le apareció Rubens en orgías de color y de forma. Su viaje regresivo lo devolvió al barroco y al nombre de Roma. Renunció a ser moderno y ensilló los caballos de la noche.
Autorretratos, caballos, personajes antiguos... Fragmentos de la Atlántida de Giorgio De Chirico, que siguieron a la pintura metafísica y a la excomunión de Breton. La belleza de Afrodita suple el cuerpo de arquetipo de las musas silenciosas. La idea le hiela la sangre y busca su reflejo carnal. Del sueño metafísico escapa el sueño de Giorgio De Chirico.
Ser es la cuestión fundamental de esos lienzos. Sur espiración oscila, suspendida en el abismo de la nada. Los huracanes del silencio acosan nuestros oídos porque, como dijo Rilke, "todo ángel es terrible". Metafísicas o realistas, surrealsitas o románticas, las musas de Giorgio De Chirico mecen en sus brazos al Tiempo.