La diosa y el dragón

Friday, November 02, 2007

Desde los comienzos de la Humanidad, el dragón ha estado presente como figura mágica. Su larga cauda serpentina y sus talismanes no cesan de sugerir que en el interior de todas las cosas, los animales y los seres humanos existe un espíritu rutilante.

Es la fuerza que anima a todos los lugares, el genio de los árboles y el misterio de los manantiales, los puentes, los ríos y las encrucijadas. Es el yo inmortal de los hombres, los niños, las mujeres y el silencio.

Está presente en todas las culturas. Los chinos lo muestran como genio familiar y benéfico. Los europeos, como el terrorífico guardián de aquello que vale la pena conseguir. Los egipcios y los aztecas y los mayas, como el arquetipo de lo humano superior, la serpiente emplumada que integra las realidades disímbolas del cosmos, la materia ensalzada por las alas de la conciencia.

La palabra viene del griego, derkesthai es echar miradas fugaces. Porque con sus ojos el dragón conoce y fecunda. Su mirada está emparentada con el fuego: destruye y vivifica, termina y comienza y por eso al dragón y a la serpiente de los mitos se le ha llamado Uroboros: el que se come la cola formando un anillo que nunca empieza y que nunca termina, porque circunda el corazón del siempre.

¿Es el dragón hermafrodita? Algunas serpientes, en el mundo natural, lo son. La observación de éstas llevó a nuestros remotos antepasados a considerar a la criatura como la suma de los dos principios que constituyen el Universo: el ying y el yang, lo caliente y lo húmedo, lo masculino y lo femenino.

Hembra o macho, el dragón y su hermana la serpiente se asociaron con los poderes de lo femenino, hundidos en una remota y no suficientemente probada organización matriarcal. Pero es la serpiente la que tienta a Eva, el dragón marino el que quiere devorar a Andrómeda, el dragón humeante y pestilente el que amenaza la naciente espiritualidad cristiana del villorrio medieval en el que san Jorge cumple su proeza: para algunos, derrotar a un monstruo. Para otros, derrotar a la mujer-dragón y hundir en su corazón la pica pensante del patriarcado.

¿Y la diosa?
No murió, empero. Los alquimistas la revivieron soplando en sus atanores, porque en su búsqueda frenética de la piedra filosofal se encontraron con el espíritu del mundo. Anima mundi. Un alma femenina... o mejor, la imagen de un alma femenina, de una mujer cantada por los trovadores, elevada a la rosa empírea por las palabras cristalinas de Dante... en vez de un reptante ser tornasolado, capaz de levantar el vuelo para visitar las realidades que le son caras.

El alma del mundo, su espíritu, su maravilla, son las posibilidades del nombre del dragón. La mirada del asombro, de la perplejidad, el fuego del descubrimiento, de la constatación de la existencia maravillosa, de lo divino en cada uno, del espíritu que extiende su cola de pavorreal, su cauda de escamas, sus joyas y sus talismanes para iluminar la fragua, la choza, la guerra, la cotidianeidad, para constituirse en criatura divina de sí misma, en hálito misterioso que envuelve el corazón en llamas y lo aproxima a su manantial.