Los nombres que el Tajo murmura cercan las murallas de la Ciudad Imperial.
Pasan Roma y el latín que engendró el castellano.
Pasan Rodrigo y los visigodos, el candelabro de los siete brazos y las huestes bereberes de Tarik.
Las sangrientas noches toledanas forjan el metal de la tolerancia y el caballo de Rodrigo Díaz descubre la lámpara que alumbró durante tres siglos a un Cristo castellano.
El saber florece bajo la luna y Alfonso X concibe las Siete Partidas.
El río se estremece ante la mirada de Pedro el Cruel y ahoga el terror de los judíos.
La púrpura de Cisneros construye el Renacimiento en Toledo y Carlos V se hace uno con el alma del Alcázar.
De una isla hundida en el tiempo llega el artista griego.
Se apodera de los fantasmas y blande su espiritual mirada sobre la ciudad de la magia.
Los reyes la abandonan y los suceden los inquisidores, semblando el Zocodover de tristes memorias.
Por las estrechas callejas corren los ecos. Toledo desmaya porque España se arrodilla. celestina se hace dueña de las voluntades y los criados y los ricoshombres tropiezan. El oro de las Indias escapa y queda como recuerdo en los moriscos damasquillos. Se reabren los libros de magia y los místicos se engarzan en la noche escura.
Ciudad tres veces real, por visigoda, por mora y por cristiana, lleva en los brazos su judería como fardo y como ligereza. Toledo del Islam pervive en el aire, que canta misterioso las plegarias del muecín.
Las combinaciones de la Cábala se trenzan con la rabiosa heterodoxia del griego de Toledo y la celda de Teresa, desleída en libertades, se muere de piedra bajo el azul del metálico cielo.
Del puñal y del alfanje, de la luna y de la cruz es la eternidad de Toledo.
El Tajo se lamenta en hebreo por las frentes que a través de los siglos, se han apoyado en sus muros de agua. Y cobijada en sus murallas de tiempo, la Ciudad Imperial murmura su nombre.
Víctor Monge, "Serranito"
Tuesday, January 11, 2005
Técnica, herencia ancestral, larga experiencia de caminos en el ancho mundo, flamenco cuando se despierta y cuando está dormido, guitarrista de alto vuelo, sabedor del mundo y de los misterios del mundo. Víctor Monge, "Serranito".
Serranito le peina las canas al tiempo.
Su rostro habla de la tierra y del fuego y del aire y del cuarto elemento, el agua. Su música es e misterio en el que fondo y forma son el mismo rostro de diosa. Sí, Andalucía, la tierra que es su tierra, de abuelos moros y romanos y cartagineses, sí fuentes del islam que se transformaron en música cuando llamado por Abderramán el Califa llegó Zyryab, el Pájaro Negro y dejó sembrados misterios de música que los grandes como Paco de Lucía, como Manolo Sanlúcar y como Víctor Monge, "Serranito" encuentran para hacerlos florecer en sus guitarras.
Compositor, Serranito dota a la guitarra de esplendores y recoge los mensajes de todos los vientos para hacer del flamenco acontecimiento sinfónico. En 1982 estrenó su concierto "Andaluz Sinfónico" en el Teatro Real de Madrid. La música surgida de la sencillez, de la boz de un alma hecha una con su instrumento, voz dolorida que también celebra la vida, se multiplica e inunda el espacio con las posibilidades que una orquesta sinfónica brinda. La India, Turquía, Rusía han sido países a los que Serranito ha llevado su flamenco rostr del tiempo para reencontrarlo con quizá misteriosos orígenes.
Porque el flamenco es de la tierra, es del aire y del viaje y creadores como Víctor Monge logran que lo que ha sido separado se vuelva a unir y que la serie de realidades sucesivas y la nostalgia por el mar y por a divinidad se hagan una sola experiencia simultánea.
Es la música camino de conocimiento. Víctor Monge es experiencia y es tiempo. Sabe colocarse solo en el ruedo de luz del escenario -espacio arquetípico si los hay- para atraer como un profeta rayos de luz sobre su cabeza y verdades fundamentales que solamente una guitarra flamenca como la suya puede decir. Ha sido ovacionado en sus viajes por el mundo por hombres y mujeres de idioma diferente y de diferente piel. También su tierra lo ha reconocido: en 1977, el Ayuntamiento de Madrid le otorgó la Medalla de oro al Mérito Artístico, reconociendo la valía del artista nacido en la ciudad del Manzanares.
Fiel al tronco misterioso del flamenco, al sagrado compás, Serranito es libre para más allá de arpegios, trémulos y punteados y a través de ellos, fundirse con la materia del tiempo y ahcer que el espectador navegue en la luminosa barca malherida de las soleares. Y llegas a la pena con Serranito y llegas a la Muerte y al Mar que es la Música y finalmente al Tiempo, esa realidad que como a San Agustín de Hipona lacera al guitarrista y lo inunda de claridades y de amargura y de amor.
Cuerpo nocturno y cimbrado de mitologías y dolores el de su taranta. Siguiriya de Serranito, blanco sudario lleno de rostros y de voces y de alfabetos que componen una sola palabra, que quizá sea el Dolor o la Muerte o la quemante posibilidad de la revelación de lo que hay del otro lado de nuestros sueños. Bulería que se rompe, que arroja el cuerpo al suelo. Y sortilegio enloquecido el de su fantasía flamenca "Agua. Fuego. Tierra. Aire" que pone los nervios de pie.
Y ¿qué verdades enuncia la su guitarra? Que hay un orden superior al orden, un sentido aherrojado y libre en el compás de esa soleá, de esa bulería, un laberinto de sentidos que custodian al toro celeste del flamenco y un hacedor de sonidos del tiempo que se llama Víctor Monge y al que le dicen Serranito.
Serranito le peina las canas al tiempo.
Su rostro habla de la tierra y del fuego y del aire y del cuarto elemento, el agua. Su música es e misterio en el que fondo y forma son el mismo rostro de diosa. Sí, Andalucía, la tierra que es su tierra, de abuelos moros y romanos y cartagineses, sí fuentes del islam que se transformaron en música cuando llamado por Abderramán el Califa llegó Zyryab, el Pájaro Negro y dejó sembrados misterios de música que los grandes como Paco de Lucía, como Manolo Sanlúcar y como Víctor Monge, "Serranito" encuentran para hacerlos florecer en sus guitarras.
Compositor, Serranito dota a la guitarra de esplendores y recoge los mensajes de todos los vientos para hacer del flamenco acontecimiento sinfónico. En 1982 estrenó su concierto "Andaluz Sinfónico" en el Teatro Real de Madrid. La música surgida de la sencillez, de la boz de un alma hecha una con su instrumento, voz dolorida que también celebra la vida, se multiplica e inunda el espacio con las posibilidades que una orquesta sinfónica brinda. La India, Turquía, Rusía han sido países a los que Serranito ha llevado su flamenco rostr del tiempo para reencontrarlo con quizá misteriosos orígenes.
Porque el flamenco es de la tierra, es del aire y del viaje y creadores como Víctor Monge logran que lo que ha sido separado se vuelva a unir y que la serie de realidades sucesivas y la nostalgia por el mar y por a divinidad se hagan una sola experiencia simultánea.
Es la música camino de conocimiento. Víctor Monge es experiencia y es tiempo. Sabe colocarse solo en el ruedo de luz del escenario -espacio arquetípico si los hay- para atraer como un profeta rayos de luz sobre su cabeza y verdades fundamentales que solamente una guitarra flamenca como la suya puede decir. Ha sido ovacionado en sus viajes por el mundo por hombres y mujeres de idioma diferente y de diferente piel. También su tierra lo ha reconocido: en 1977, el Ayuntamiento de Madrid le otorgó la Medalla de oro al Mérito Artístico, reconociendo la valía del artista nacido en la ciudad del Manzanares.
Fiel al tronco misterioso del flamenco, al sagrado compás, Serranito es libre para más allá de arpegios, trémulos y punteados y a través de ellos, fundirse con la materia del tiempo y ahcer que el espectador navegue en la luminosa barca malherida de las soleares. Y llegas a la pena con Serranito y llegas a la Muerte y al Mar que es la Música y finalmente al Tiempo, esa realidad que como a San Agustín de Hipona lacera al guitarrista y lo inunda de claridades y de amargura y de amor.
Cuerpo nocturno y cimbrado de mitologías y dolores el de su taranta. Siguiriya de Serranito, blanco sudario lleno de rostros y de voces y de alfabetos que componen una sola palabra, que quizá sea el Dolor o la Muerte o la quemante posibilidad de la revelación de lo que hay del otro lado de nuestros sueños. Bulería que se rompe, que arroja el cuerpo al suelo. Y sortilegio enloquecido el de su fantasía flamenca "Agua. Fuego. Tierra. Aire" que pone los nervios de pie.
Y ¿qué verdades enuncia la su guitarra? Que hay un orden superior al orden, un sentido aherrojado y libre en el compás de esa soleá, de esa bulería, un laberinto de sentidos que custodian al toro celeste del flamenco y un hacedor de sonidos del tiempo que se llama Víctor Monge y al que le dicen Serranito.
Armando Morales: el sueño intemporal
Los mitos son necesarios para infundir nueva vida al tiempo que se resquebraja.
Y los mitos están ahí, velados por la transparencia del aire, envueltos en su máscara de agua, cobijados por la tierra amorosa.
Para descubrirlos, se requiere ser un poco niño y un poco anciano. Es fundamental ser ignorante e intuitivo y sabio y racional; poseer una mirada que vea y que se constituya al mismo tiempo en bello objeto mirado, en glóbulos oculares que son el mundo y que imitan sus mares y sus cordilleras.
Armando Morales, el nicaragüense, es un hombre muy alto. Su piel encierra claroscuros. La mirada se le hunde en busca de sus recónditas mismidades. Nacido en Latinoamérica profunda, su cosmópolis sólo puede compararse a la de Rubén Darío, el otro nicaragüense que se apoderó de París, de Nueva York, de Buenos Aires, del mundo.
Armando Morales, el pintor, ha hecho del lenguaje de los colores y de la textura la manera única de descifrar, de descubrir y de describir el Universo.
Soleadas recién nacidas, sus obras guardan el sabor de los milenios.
Morales, a fuerza de ser moderno es fundamentalmente antiguo. Vive asaeteado por las actuales excentricidades del arte, por el tráfico de los marchands, por las exigencias de las galerías y los catálogos. Una parte de él vive y respira como Armando Morales, el pintor nicaragüense de envidiable éxito. La otra parte, la honda, mira de frente el rostro verdadero de la realidad, la tiene develada, desvelada en su insomnio privilegiado.
Hombre de variadas lecturas, va más allá de las palabras para sumergirse valeroso en la tmósfera irrespirable de los mitos. Ahí están la Belleza, la Verdad, la Vida, el Alma, la Muerte, inútiles, indescifradas, vírgenes.
Ahí están y Armando Morales las pronuncia, las acaricia y lacera con sus mans luminosas, con sus navajas sombrías, con la pintura que se acumula para darle al lienzo espesor de aerolito, para que cada tela sea página del libro sibilino que Armando Morales se sabe, donde acontecen el amor y el deseo, la muerte y el hastío, en esas realidades frutales y rotundas amasadas en carne de arquetipo.
Sumergida en el amor, de amor sufriente, la pintura de Armando Morales se sitúa en el nacimiento del mundo, de los mundos. Se sitúa en el umbral de lo consciente y retrocede con los zapatos manchados de barro y los dedos impregnados de colores para contaminar de realidad los sueños. El maridaje se revela fecundo y nacen las telas que se encajan en la conciencia y que una vez vistas, no abandonan nunca el espacio nutricio de nuestros sueños.
Después de ver una obra, una sola, de Armando Morales, ya no se es el mismo. la mirada, filibustera, te ha robado y te ha llevado a mirarte en el absoluto. Ya estás imbuido de tu absoluto rostro, de tu absoluto nombre. Conoces por primera vez lo absoluto del espacio, del presente, del isntante que derrochabas con inconsciente despilfarro.
Ya no eres el mismo.
Armando Morales te ha llevado a ese continente innombrado donde lo real y lo fantástico urden, en la vigilia, el mismo ineludible sueño.
Y los mitos están ahí, velados por la transparencia del aire, envueltos en su máscara de agua, cobijados por la tierra amorosa.
Para descubrirlos, se requiere ser un poco niño y un poco anciano. Es fundamental ser ignorante e intuitivo y sabio y racional; poseer una mirada que vea y que se constituya al mismo tiempo en bello objeto mirado, en glóbulos oculares que son el mundo y que imitan sus mares y sus cordilleras.
Armando Morales, el nicaragüense, es un hombre muy alto. Su piel encierra claroscuros. La mirada se le hunde en busca de sus recónditas mismidades. Nacido en Latinoamérica profunda, su cosmópolis sólo puede compararse a la de Rubén Darío, el otro nicaragüense que se apoderó de París, de Nueva York, de Buenos Aires, del mundo.
Armando Morales, el pintor, ha hecho del lenguaje de los colores y de la textura la manera única de descifrar, de descubrir y de describir el Universo.
Soleadas recién nacidas, sus obras guardan el sabor de los milenios.
Morales, a fuerza de ser moderno es fundamentalmente antiguo. Vive asaeteado por las actuales excentricidades del arte, por el tráfico de los marchands, por las exigencias de las galerías y los catálogos. Una parte de él vive y respira como Armando Morales, el pintor nicaragüense de envidiable éxito. La otra parte, la honda, mira de frente el rostro verdadero de la realidad, la tiene develada, desvelada en su insomnio privilegiado.
Hombre de variadas lecturas, va más allá de las palabras para sumergirse valeroso en la tmósfera irrespirable de los mitos. Ahí están la Belleza, la Verdad, la Vida, el Alma, la Muerte, inútiles, indescifradas, vírgenes.
Ahí están y Armando Morales las pronuncia, las acaricia y lacera con sus mans luminosas, con sus navajas sombrías, con la pintura que se acumula para darle al lienzo espesor de aerolito, para que cada tela sea página del libro sibilino que Armando Morales se sabe, donde acontecen el amor y el deseo, la muerte y el hastío, en esas realidades frutales y rotundas amasadas en carne de arquetipo.
Sumergida en el amor, de amor sufriente, la pintura de Armando Morales se sitúa en el nacimiento del mundo, de los mundos. Se sitúa en el umbral de lo consciente y retrocede con los zapatos manchados de barro y los dedos impregnados de colores para contaminar de realidad los sueños. El maridaje se revela fecundo y nacen las telas que se encajan en la conciencia y que una vez vistas, no abandonan nunca el espacio nutricio de nuestros sueños.
Después de ver una obra, una sola, de Armando Morales, ya no se es el mismo. la mirada, filibustera, te ha robado y te ha llevado a mirarte en el absoluto. Ya estás imbuido de tu absoluto rostro, de tu absoluto nombre. Conoces por primera vez lo absoluto del espacio, del presente, del isntante que derrochabas con inconsciente despilfarro.
Ya no eres el mismo.
Armando Morales te ha llevado a ese continente innombrado donde lo real y lo fantástico urden, en la vigilia, el mismo ineludible sueño.
Borges
Monday, January 10, 2005
En vano busqué la puerta que me llevara a usted.
En vano caminé con la furia del insomnio por los pasadizos de la añosa biblioteca, por las calles de su Buenos Aires metafísica y por la calma de Ginebra.
Pero supe de su infancia y de su amor por los tigres.
De cómo leía recostado en la piel de aquella fiera ultimada por un cazador desconocido. De cómo el mundo lo fue cercando en la casa de su padre, en la biblioteca de su padre, de cómo hablaba inglés con su abuela Frances Haslam y de la amistad inagotable que lo unió con su madre.
Sabía mucho de usted.
Por eso me urgía encontrarlo, ver su rostro. Por eso, como Dante, tuve que forjar un sueño para oír, humana y próxima, la voz de Borges.
Sin embargo, no alcanzaba a soñarlo cabalmente.
Algo me faltaba: pasión, sueño, gramática. Recorría sombríos caminos y llegaba siempre al mismo punto, como en el fatídico laberinto.
Luego, intenté olvidarlo.
Intenté desprenderme de sus mitologías del arrabal porteño, del oro deslumbrante de los vikingos y de las espadas de sus mayores. Fui desprendiéndome de sus metáforas. Abjuré de usted, Borges, de su complicidad, de su complicación y de su sencillez. Al olvido, a la antimateria, los cármenes sevillanos de su juventud ultraísta. Los idiomas infinitos de Cansinos Assens, las lunas cansadas de Lugones, la aventura de Sur, Victoria Ocampo, Beatriz Viterbo, el Aleph, el reloj de arena, la memoria... Al olvido la memoria...
Lo de menos fue su muerte, Borges.
La noche en que supe que había muerto pensé en que, por fin, era usted feliz.
Se había desprendido de los cuchillos de los compadritos, de los espejos y del inglés. Pero aquí nos quedamos todos rompiéndonos los cristales de los ojos para entrever, en algún cielo, la forma de Borges.
¿Sombra? ¿Polvo? ¿Tenía razón Quevedo? ¿En el vientre del cementerio de Pleinpalais se estremece el polvo enamorado que fue Borges? ¿Ensaya su ironía con las ciegas raíces de las hierbas? ¿Busca el polvo de Atila, el de Tamerlán, el de Alejandro? ¿Extiende mensajes y escribe cartas por los subterráneos que no urdió su literatura?
Perdone, Borges. Sé que no creía en la trascendencia ultraterrena. Pero prefiero pensar que usted habita en los Campos Elíseos, que le aburre conversar con Aquiles, ese pretencioso, y que busca, en cambio, la charla juguetona de Alfonso Reyes.
Tiene un departamento idéntico al que tenía en Buenos Aires, en él, su madre lee a Eca de Queiroz y toma el té con Charles Dickens. En los Campos Elíseos, Borges, usted ya no es ciego. Y lo lamenta, como lo lamenta Homero, pues los dones de la oscuridad son, en esta vida y en la otra, infinitamente superiores a los dones de la luz.
Por hoy baste, Borges. Le enviaré estas líneas en el próximo rayo de luna y evitaré en lo sucesivo ponerme sentimental.
Usted es un impecable caballero argentino y en su genética victoriana sobran las lágrimas.
No espero respuesta.
Si acaso, buscaré un augurio abriendo al azar uno de sus libros.
En vano caminé con la furia del insomnio por los pasadizos de la añosa biblioteca, por las calles de su Buenos Aires metafísica y por la calma de Ginebra.
Pero supe de su infancia y de su amor por los tigres.
De cómo leía recostado en la piel de aquella fiera ultimada por un cazador desconocido. De cómo el mundo lo fue cercando en la casa de su padre, en la biblioteca de su padre, de cómo hablaba inglés con su abuela Frances Haslam y de la amistad inagotable que lo unió con su madre.
Sabía mucho de usted.
Por eso me urgía encontrarlo, ver su rostro. Por eso, como Dante, tuve que forjar un sueño para oír, humana y próxima, la voz de Borges.
Sin embargo, no alcanzaba a soñarlo cabalmente.
Algo me faltaba: pasión, sueño, gramática. Recorría sombríos caminos y llegaba siempre al mismo punto, como en el fatídico laberinto.
Luego, intenté olvidarlo.
Intenté desprenderme de sus mitologías del arrabal porteño, del oro deslumbrante de los vikingos y de las espadas de sus mayores. Fui desprendiéndome de sus metáforas. Abjuré de usted, Borges, de su complicidad, de su complicación y de su sencillez. Al olvido, a la antimateria, los cármenes sevillanos de su juventud ultraísta. Los idiomas infinitos de Cansinos Assens, las lunas cansadas de Lugones, la aventura de Sur, Victoria Ocampo, Beatriz Viterbo, el Aleph, el reloj de arena, la memoria... Al olvido la memoria...
Lo de menos fue su muerte, Borges.
La noche en que supe que había muerto pensé en que, por fin, era usted feliz.
Se había desprendido de los cuchillos de los compadritos, de los espejos y del inglés. Pero aquí nos quedamos todos rompiéndonos los cristales de los ojos para entrever, en algún cielo, la forma de Borges.
¿Sombra? ¿Polvo? ¿Tenía razón Quevedo? ¿En el vientre del cementerio de Pleinpalais se estremece el polvo enamorado que fue Borges? ¿Ensaya su ironía con las ciegas raíces de las hierbas? ¿Busca el polvo de Atila, el de Tamerlán, el de Alejandro? ¿Extiende mensajes y escribe cartas por los subterráneos que no urdió su literatura?
Perdone, Borges. Sé que no creía en la trascendencia ultraterrena. Pero prefiero pensar que usted habita en los Campos Elíseos, que le aburre conversar con Aquiles, ese pretencioso, y que busca, en cambio, la charla juguetona de Alfonso Reyes.
Tiene un departamento idéntico al que tenía en Buenos Aires, en él, su madre lee a Eca de Queiroz y toma el té con Charles Dickens. En los Campos Elíseos, Borges, usted ya no es ciego. Y lo lamenta, como lo lamenta Homero, pues los dones de la oscuridad son, en esta vida y en la otra, infinitamente superiores a los dones de la luz.
Por hoy baste, Borges. Le enviaré estas líneas en el próximo rayo de luna y evitaré en lo sucesivo ponerme sentimental.
Usted es un impecable caballero argentino y en su genética victoriana sobran las lágrimas.
No espero respuesta.
Si acaso, buscaré un augurio abriendo al azar uno de sus libros.
El Piloto Desconocido
Almirante.
El que manda en la mar.
Cristóbal Colón navega en la memoria de los hombres y cíclicamente levanta marejadas de intnerés, indignación, sospecha...
Su nombre se empaña y se aclara en un juego que no cesa.
Se discute su origen y se habla del judío, del catalán, del gallego, del corso...
Visionario atroz y comerciante mezquino, esclavista y místico, inspirado y miope.
Calculó, soñó, habló. El hijo del cardador de telas de Génova se hizo a la mar desde edad temprana. Supo de corsarios y de tempestades; de mapas y de estrellas.
De Inglaterra a Islandia y muy probablemente, a Groenlandia, siguiendo las huellas de Leif Erikson. América (¿Colombia?) existía en los meandros de su cerebro, se le dibujaba en los ojos y le brotaba en palabras que le era difícil contener.
Los estudios actuales ensayan la existencia del "piloto desconocido", mísero y extraviado náufrago a quien el azar llevó a las costas del Nuevo Mundo y la voluntad de retorno a Portugal.
Se especula.
Juego de espejos infinito que muestra a Cristóbal, al genovés de habla lusitana y escritura española recibiendo secretos del lecho de muerte del náufrago.
"Estando en Portugal, empezó a conjeturar que, del mismo modo que los portugueses navegaban tan lejos al mediodía, igualmente podría navegarse la vuelta de Occidente y hallar tierra en aquel viaje...
"Vino a creer por sin duda que al occidente de Canarias y de las Islas de Cabo Verde había muchas tierras, que era posible navegar a ellas y descubrirlas".
A Levante por el Poniente.
Las cartas de Toscanelli, el príncipe de los geógrafos, se le hacían caleidoscopio, lúcida ebriedad. El sol y el mar le daban sus signos ciertos.
"Pensando lo que yo era me confundía mi humildad; pero pensando en lo que yo llevaba, me sentía igual a las dos Coronas".
Acierto. Seguridad de tres barcos sobre el mar indeterminado. Error.
Ojos que ven lo que quieren ver. Palabras que mienten un mundo.
Guanahaní. Isla de la iguana y hombres desnudos. oro en la mente y voluntad de arrancar a esas Indias el oro suficiente para rescatar el Santo Sepulcro de Jerusalén.
Hombre de mar que ve sirenas y hombre devoto que, en la desembocadura del Orinoco, experimenta la vivencia del paraíso. Ha reunido dos hemisferios y no lo sabe. o lo sabe y es irracionalmente fiel a su intuición primera, enamorado de su idea.
Almirante de la Mar Océana, gobierna en el mar pero no en la tierra. Se equivoca, no es político. Abandona la Isla Española cargado de cadenas. Regresa dispuesto a constatar la presencia de las Indias en su último viaje. La tierra americana le depara la ausencia de Catay y del Gran Khan. Los moluscos marinos devoran las naves y el desánimo se apodera del Almirante.
"...Haya misericordia ahora el cielo y llore por mí la Tierra... Aislado en esta pena, enfermo, aguardando cada día por la muerte y cercado de un cuento de salvajes y llenos de crueldad y enemigos nuestros, y tan apartado de los Santos Sacramentos de la Santa iglesia, que se olvidará de esta ánima si se aparta acá del cuerpo. Llore por mí quien tiene caridad, verdad y justicia. yo no vine este viaje a navegar por ganar honra ni hacienda; esto es cierto, porque estaba ya la esperanza de todo en ella muerta".
Calculó, soñó, habló. Trazó líneas imposibles y llegó a su lecho de muerte como un río a su delta. Las sábanas blancas lo acogieron como el mar. Y su bello rostro de agonizante tomó los rasgos del piloto desconocido.
El que manda en la mar.
Cristóbal Colón navega en la memoria de los hombres y cíclicamente levanta marejadas de intnerés, indignación, sospecha...
Su nombre se empaña y se aclara en un juego que no cesa.
Se discute su origen y se habla del judío, del catalán, del gallego, del corso...
Visionario atroz y comerciante mezquino, esclavista y místico, inspirado y miope.
Calculó, soñó, habló. El hijo del cardador de telas de Génova se hizo a la mar desde edad temprana. Supo de corsarios y de tempestades; de mapas y de estrellas.
De Inglaterra a Islandia y muy probablemente, a Groenlandia, siguiendo las huellas de Leif Erikson. América (¿Colombia?) existía en los meandros de su cerebro, se le dibujaba en los ojos y le brotaba en palabras que le era difícil contener.
Los estudios actuales ensayan la existencia del "piloto desconocido", mísero y extraviado náufrago a quien el azar llevó a las costas del Nuevo Mundo y la voluntad de retorno a Portugal.
Se especula.
Juego de espejos infinito que muestra a Cristóbal, al genovés de habla lusitana y escritura española recibiendo secretos del lecho de muerte del náufrago.
"Estando en Portugal, empezó a conjeturar que, del mismo modo que los portugueses navegaban tan lejos al mediodía, igualmente podría navegarse la vuelta de Occidente y hallar tierra en aquel viaje...
"Vino a creer por sin duda que al occidente de Canarias y de las Islas de Cabo Verde había muchas tierras, que era posible navegar a ellas y descubrirlas".
A Levante por el Poniente.
Las cartas de Toscanelli, el príncipe de los geógrafos, se le hacían caleidoscopio, lúcida ebriedad. El sol y el mar le daban sus signos ciertos.
"Pensando lo que yo era me confundía mi humildad; pero pensando en lo que yo llevaba, me sentía igual a las dos Coronas".
Acierto. Seguridad de tres barcos sobre el mar indeterminado. Error.
Ojos que ven lo que quieren ver. Palabras que mienten un mundo.
Guanahaní. Isla de la iguana y hombres desnudos. oro en la mente y voluntad de arrancar a esas Indias el oro suficiente para rescatar el Santo Sepulcro de Jerusalén.
Hombre de mar que ve sirenas y hombre devoto que, en la desembocadura del Orinoco, experimenta la vivencia del paraíso. Ha reunido dos hemisferios y no lo sabe. o lo sabe y es irracionalmente fiel a su intuición primera, enamorado de su idea.
Almirante de la Mar Océana, gobierna en el mar pero no en la tierra. Se equivoca, no es político. Abandona la Isla Española cargado de cadenas. Regresa dispuesto a constatar la presencia de las Indias en su último viaje. La tierra americana le depara la ausencia de Catay y del Gran Khan. Los moluscos marinos devoran las naves y el desánimo se apodera del Almirante.
"...Haya misericordia ahora el cielo y llore por mí la Tierra... Aislado en esta pena, enfermo, aguardando cada día por la muerte y cercado de un cuento de salvajes y llenos de crueldad y enemigos nuestros, y tan apartado de los Santos Sacramentos de la Santa iglesia, que se olvidará de esta ánima si se aparta acá del cuerpo. Llore por mí quien tiene caridad, verdad y justicia. yo no vine este viaje a navegar por ganar honra ni hacienda; esto es cierto, porque estaba ya la esperanza de todo en ella muerta".
Calculó, soñó, habló. Trazó líneas imposibles y llegó a su lecho de muerte como un río a su delta. Las sábanas blancas lo acogieron como el mar. Y su bello rostro de agonizante tomó los rasgos del piloto desconocido.
Malinalco
Una carretera de paisajes privilegiados lleva a Malinalco, en el estado de México.
Desde Toluca y pasando San Antonio la Isla, Tenango y Tenancingo, en los meses que siguen a la lluvia, la montaña otorga la variedad de sus verdes y sus olores fecundos.
Las nubes escriben en el cielo su efímera eternidad y los nombres en náhuatl brotan llamando a las cosas. Aquí la hierba se dice malinalli y el agua atl. Los rostros son elocuentes bajo los sombreros; la oscuridad de la tez es leal al barro primordial. La humedad nos hace escuchar la voz de Tláloc y el rumor de jade de la falda de Chalchiuhtlicue.
Mayahuel, al sobria deidad del maguey, levanta la verde oración de sus brazos. El asfalto de la carretera se atreve sobre la cabeza y el cuerpo de Coatlicue, y el perfil irregular de las montañas insinúa que en ellas se esconden divinidades innombradas.
Malinalco. un convento del siglo XVI, cuyos muros agustinos guardan pinturas de Simón pereyns; plaza central, cabañas, casas de descanso, río, truchas abundantes, aire puro de montaña y zona arqueológica protegida por un pliegue del cerro. Ascención que, para más de un visitante, resulta simbólica.
El mundo en el que duermen las semillas y reposan los huesos de los antepasados, donde brillan las calaveras del Señor y de la Señora de los Descarnados, donde cantan los insectos y duerme el copal, donde se hacen los caminos de nuestra carne y donde viene a reposar el Sol, envuelto en su manchado ropaje de trire.
El mundo de las plantas y de los árboles, el de los macehuales, el de los nobles señores que se sientan en sillas de oro y de plumaje de quetzal. El mundo de la guerra y del frío, del canto y de la flor.
El mundo del azul y del ave, el de los caminos de los astros, el que sopla al oído de los sabios la cuenta del calendario, donde el Sol extiende su plumaje de águila para darnos la vida.
Malinalco.
Los tres mundos.
La revelación aguarda al final de una ascensión que la riqueza del paisaje convierte en un privilegio. El silencio guarece los sonidos de la Naturaleza. Las hierbas, los isnectos, las piedras... Todo tiene boca y todo canta en un concierto cuyo sentido escapa a nuestro razonamiento y habla a nuestra intuición.
Algo sucede. Algo convierte a este lugar en el centro del universo. La belleza y el silencio, el sol que se prende en las hojas de los árboles, la fugaz arquitectura de una lagartija, la vista del pueblo cobijado en la falda de la montaña perfilan -sin cumplirlo- el sentido del ascenso.
Y es que el hombre pertenece por igual a los abismos y al cielo. Es de la tierra y del sol. es de la calavera y del plumaje de quetzal. Es el águila. Es el trigre. Es la serpiente que se muere de silencio y de sabiduría. Es la oscuridad que alumbra y la luz cegadora.
Tallado totalmente en la roca, monolítico e incomprensible, el templo circular de Malinalco reúne el cielo, la tierra y el inframundo.
La entrada esá formada por dos enormes cabezas de serpientes.
Nuestros pies pisan la lengua bífida del reptil que simboliza la puerta y el mundo de los muertos. Nos asomamos al interior -vedado a los visitantes por razones de conservación- y descubrimos esculturas de águilas y tigres de terrible belleza.
Su tiempo de piedra respira en la oscuridad. Se dan y se rehúsan a la mirada. Tierra y cielo sometidos al yugo de la piedra. Ocelotl y Cuauhtli que guardan el Mictlan de Malinalco. Muerte y gloria del sol...
De todas partes vinieron guerreros. Traían las flechas, los escudos, las flores amarillas, las flores de honor. Y vinieron los guerreros águila, los guerreros tigre, y nadie supo lo que ahí se dijeron. Dicen que les cambió el rostro, que les cambió el corazón.
Bajamos en silencio. Allá arriba quedaron la hra alta del sol, los monumentos y sus vigilantes. Con nosotros bajan los enigmas. ¿Qué pensaron y cómo vivieron los hombres que labraron el santuario monolítico? ¿Cómo puede enunciarse la claridad del mensaje que dejaron confiado a la piedra? ¿Qué es, hoy y para nosotros, Malinalco..?
Desde Toluca y pasando San Antonio la Isla, Tenango y Tenancingo, en los meses que siguen a la lluvia, la montaña otorga la variedad de sus verdes y sus olores fecundos.
Las nubes escriben en el cielo su efímera eternidad y los nombres en náhuatl brotan llamando a las cosas. Aquí la hierba se dice malinalli y el agua atl. Los rostros son elocuentes bajo los sombreros; la oscuridad de la tez es leal al barro primordial. La humedad nos hace escuchar la voz de Tláloc y el rumor de jade de la falda de Chalchiuhtlicue.
Mayahuel, al sobria deidad del maguey, levanta la verde oración de sus brazos. El asfalto de la carretera se atreve sobre la cabeza y el cuerpo de Coatlicue, y el perfil irregular de las montañas insinúa que en ellas se esconden divinidades innombradas.
Malinalco. un convento del siglo XVI, cuyos muros agustinos guardan pinturas de Simón pereyns; plaza central, cabañas, casas de descanso, río, truchas abundantes, aire puro de montaña y zona arqueológica protegida por un pliegue del cerro. Ascención que, para más de un visitante, resulta simbólica.
El mundo en el que duermen las semillas y reposan los huesos de los antepasados, donde brillan las calaveras del Señor y de la Señora de los Descarnados, donde cantan los insectos y duerme el copal, donde se hacen los caminos de nuestra carne y donde viene a reposar el Sol, envuelto en su manchado ropaje de trire.
El mundo de las plantas y de los árboles, el de los macehuales, el de los nobles señores que se sientan en sillas de oro y de plumaje de quetzal. El mundo de la guerra y del frío, del canto y de la flor.
El mundo del azul y del ave, el de los caminos de los astros, el que sopla al oído de los sabios la cuenta del calendario, donde el Sol extiende su plumaje de águila para darnos la vida.
Malinalco.
Los tres mundos.
La revelación aguarda al final de una ascensión que la riqueza del paisaje convierte en un privilegio. El silencio guarece los sonidos de la Naturaleza. Las hierbas, los isnectos, las piedras... Todo tiene boca y todo canta en un concierto cuyo sentido escapa a nuestro razonamiento y habla a nuestra intuición.
Algo sucede. Algo convierte a este lugar en el centro del universo. La belleza y el silencio, el sol que se prende en las hojas de los árboles, la fugaz arquitectura de una lagartija, la vista del pueblo cobijado en la falda de la montaña perfilan -sin cumplirlo- el sentido del ascenso.
Y es que el hombre pertenece por igual a los abismos y al cielo. Es de la tierra y del sol. es de la calavera y del plumaje de quetzal. Es el águila. Es el trigre. Es la serpiente que se muere de silencio y de sabiduría. Es la oscuridad que alumbra y la luz cegadora.
Tallado totalmente en la roca, monolítico e incomprensible, el templo circular de Malinalco reúne el cielo, la tierra y el inframundo.
La entrada esá formada por dos enormes cabezas de serpientes.
Nuestros pies pisan la lengua bífida del reptil que simboliza la puerta y el mundo de los muertos. Nos asomamos al interior -vedado a los visitantes por razones de conservación- y descubrimos esculturas de águilas y tigres de terrible belleza.
Su tiempo de piedra respira en la oscuridad. Se dan y se rehúsan a la mirada. Tierra y cielo sometidos al yugo de la piedra. Ocelotl y Cuauhtli que guardan el Mictlan de Malinalco. Muerte y gloria del sol...
De todas partes vinieron guerreros. Traían las flechas, los escudos, las flores amarillas, las flores de honor. Y vinieron los guerreros águila, los guerreros tigre, y nadie supo lo que ahí se dijeron. Dicen que les cambió el rostro, que les cambió el corazón.
Bajamos en silencio. Allá arriba quedaron la hra alta del sol, los monumentos y sus vigilantes. Con nosotros bajan los enigmas. ¿Qué pensaron y cómo vivieron los hombres que labraron el santuario monolítico? ¿Cómo puede enunciarse la claridad del mensaje que dejaron confiado a la piedra? ¿Qué es, hoy y para nosotros, Malinalco..?
Las musas terribles de Giorgio de Chirico
Sunday, January 09, 2005
El espectador propone su mirada desnuda.
Lleva consigo su ritmo vital, su carga de sueños, de pesadillas, de esperanza.
Lleva consigo su cultura, como escudo y como arma inerme, algunas referencias y el deseo de encontrar, en los rostros de Giorgio de Chirico, su propio rostro.
El primer acercamiento a la obra labra la perfección como si ésta fuera una superficie de plata. Las esculturas nos reflejan y nosotros reflejamos a las esculturas. Somos el trovador y su música silenciosa. Somos geometría y nos asombramos de reconocerlo apenas. Somos número, fuste de columna, arqueología. Tenemos en el cuerpo los planos de las ruinas perdidas. Somos templo de dioses y no nos habíamos dado cuenta.
Las formas escultóricas hieren el espacio con la rotundidad que querían los futuristas. Los seres sin rostro, centauros de arquitectura y cuerpo de hombre, apelan al surrealismo de Breton y escapan de él, soberbios. Las cabezas desprovistas de rasgos y las superficies reflejantes propician el vértigo de Dadá y las tesis conceptuales.
Giorgio De Chirico dio a la luz las obras de su pintura metafísica en un parto prematuro y genial. Plasmó lo que los surrealsitas balbuceaban. Dio color y palabra pictórica a la materia evanescente del sueño. Materializó sus pesadillas y con su hilo nocturno unió realidades contradictorias.
Esas estaciones de tren extraídas del rincón conde la mente se advierte a sí misma; esas arquitecturas clásicas y esas musas sin nombre fueron la luz oscura de su primer arte.
Después, lo invadió la nostalgia. Ulises loco, furibundo navegante que quiere recuperar su tierra. Abandonó el brillo de las vanguardias por su locura personal. Viajero de la luna, imaginó la Academia celeste de los grandes maestros de la pintura. Escuchó hablar al Tiziano, a Leonardo, a Miguel Angel. Se le apareció Rubens en orgías de color y de forma. Su viaje regresivo lo devolvió al barroco y al nombre de Roma. Renunció a ser moderno y ensilló los caballos de la noche.
Autorretratos, caballos, personajes antiguos... Fragmentos de la Atlántida de Giorgio De Chirico, que siguieron a la pintura metafísica y a la excomunión de Breton. La belleza de Afrodita suple el cuerpo de arquetipo de las musas silenciosas. La idea le hiela la sangre y busca su reflejo carnal. Del sueño metafísico escapa el sueño de Giorgio De Chirico.
Ser es la cuestión fundamental de esos lienzos. Sur espiración oscila, suspendida en el abismo de la nada. Los huracanes del silencio acosan nuestros oídos porque, como dijo Rilke, "todo ángel es terrible". Metafísicas o realistas, surrealsitas o románticas, las musas de Giorgio De Chirico mecen en sus brazos al Tiempo.
Lleva consigo su ritmo vital, su carga de sueños, de pesadillas, de esperanza.
Lleva consigo su cultura, como escudo y como arma inerme, algunas referencias y el deseo de encontrar, en los rostros de Giorgio de Chirico, su propio rostro.
El primer acercamiento a la obra labra la perfección como si ésta fuera una superficie de plata. Las esculturas nos reflejan y nosotros reflejamos a las esculturas. Somos el trovador y su música silenciosa. Somos geometría y nos asombramos de reconocerlo apenas. Somos número, fuste de columna, arqueología. Tenemos en el cuerpo los planos de las ruinas perdidas. Somos templo de dioses y no nos habíamos dado cuenta.
Las formas escultóricas hieren el espacio con la rotundidad que querían los futuristas. Los seres sin rostro, centauros de arquitectura y cuerpo de hombre, apelan al surrealismo de Breton y escapan de él, soberbios. Las cabezas desprovistas de rasgos y las superficies reflejantes propician el vértigo de Dadá y las tesis conceptuales.
Giorgio De Chirico dio a la luz las obras de su pintura metafísica en un parto prematuro y genial. Plasmó lo que los surrealsitas balbuceaban. Dio color y palabra pictórica a la materia evanescente del sueño. Materializó sus pesadillas y con su hilo nocturno unió realidades contradictorias.
Esas estaciones de tren extraídas del rincón conde la mente se advierte a sí misma; esas arquitecturas clásicas y esas musas sin nombre fueron la luz oscura de su primer arte.
Después, lo invadió la nostalgia. Ulises loco, furibundo navegante que quiere recuperar su tierra. Abandonó el brillo de las vanguardias por su locura personal. Viajero de la luna, imaginó la Academia celeste de los grandes maestros de la pintura. Escuchó hablar al Tiziano, a Leonardo, a Miguel Angel. Se le apareció Rubens en orgías de color y de forma. Su viaje regresivo lo devolvió al barroco y al nombre de Roma. Renunció a ser moderno y ensilló los caballos de la noche.
Autorretratos, caballos, personajes antiguos... Fragmentos de la Atlántida de Giorgio De Chirico, que siguieron a la pintura metafísica y a la excomunión de Breton. La belleza de Afrodita suple el cuerpo de arquetipo de las musas silenciosas. La idea le hiela la sangre y busca su reflejo carnal. Del sueño metafísico escapa el sueño de Giorgio De Chirico.
Ser es la cuestión fundamental de esos lienzos. Sur espiración oscila, suspendida en el abismo de la nada. Los huracanes del silencio acosan nuestros oídos porque, como dijo Rilke, "todo ángel es terrible". Metafísicas o realistas, surrealsitas o románticas, las musas de Giorgio De Chirico mecen en sus brazos al Tiempo.
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